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La masacre de las bananeras y la desigualdad de las víctimas
Rodrigo Uprimny / Miércoles 7 de diciembre de 2011
 

En Colombia todas las víctimas son iguales, pero algunas son más iguales que las otras. Con esta proposición, inspirada en una frase semejante de Georges Owell en su novela Rebelión en la granja, resalto la enorme asimetría moral de la sociedad colombiana frente a sus víctimas.

La opinión pública condena masivamente ciertos actos atroces inaceptables, como los secuestros de la guerrilla, pero se muestra más silenciosa e indolente frente a las víctimas de otros horrores también intolerables, como los falsos positivos de la Fuerza Pública o las matanzas y desapariciones de los paramilitares.

La conmemoración el pasado 6 de diciembre de los 80 años de la masacre de las bananeras muestra, además, que esa inadmisible asimetría moral de la sociedad colombiana es infortunadamente de vieja data.

Líderes de la huelga de los trabajadores en las plantaciones bananeras. De izquierda a derecha: María Cano, Pedro M. del Río, Bernardino Guerrero, Raúl Eduardo Mahecha, Nicanor Serrano y Erasmo Coronel. Guerrero y Coronel fueron asesinados por el ejército colombiano.

Como se sabe, en 1928 los trabajadores de la United Fruit Company entraron en huelga para lograr un alza de salarios y para que esa compañía aplicara las leyes colombianas. El gobierno de Abadía Méndez dio un tratamiento de orden público a ese conflicto y en diciembre de 1928 militarizó la zona bananera de Santa Marta. El 6 de diciembre las tropas al mando del general Cortés Vargas, comandante de la zona, dispararon contra los trabajadores concentrados en Ciénaga, ocasionando la masacre.

Mucho se ha discutido acerca del número de muertos, pero si le creemos al entonces embajador norteamericano Jefferson Caffery, fueron centenares. Este diplomático, en un informe al Departamento de Estado, consideró que las víctimas fatales eran más de mil.

Esta terrible y escandalosa matanza no generó, sin embargo, ninguna responsabilidad penal ni política. El entonces ministro de Guerra, Ignacio Rengifo, quien defendió el tratamiento militar de la huelga, no sólo se mantuvo en el cargo, sino que fue considerado el hombre providencial del régimen. Por su parte, el general Cortés Vargas fue ascendido y nombrado comandante de la Policía en Bogotá.

Seis meses después, en junio de 1929, con ocasión de una protesta callejera estudiantil en Bogotá, fue asesinado por la Policía Gonzalo Bravo Pérez. Era un estudiante de la élite bogotana, quien era además hijo de un amigo personal del presidente Abadía. Al día siguiente, en el Gun Club se reunieron representantes de la élite política y decidieron hablar con el presidente Abadía. Como resultado de esta reunión cayeron entonces el ministro Rengifo y el general Cortés Vargas.

Este hecho muestra la asimetría moral de la sociedad y el Estado colombianos frente a sus víctimas. Mientras que la masacre de centenares de trabajadores bananeros humildes no conmovió al gobierno de la época, la muerte de un estudiante de la élite hizo caer el gabinete.

Es obvio que la muerte por abuso policial de un estudiante es siempre grave y, en una democracia, debe ocasionar las correspondientes responsabilidades penales y políticas. Las renuncias aceptadas del ministro Rengifo y del general Cortés Vargas por la muerte del estudiante Bravo fueron entonces justificadas. Pero lo que salta a la vista es el contraste de esta actuación con la reacción gubernamental frente a un hecho más grave ocurrido poco antes: la masacre de las bananeras.

¿Estamos superando o perpetuando esa inaceptable asimetría moral? Un buen indicador será el último debate en el Congreso del estatuto de víctimas, pues el texto aprobado por la Comisión I discrimina a las víctimas de agentes de Estado, pues les impone injustificadamente mayores requisitos para acceder a las reparaciones. Si la Plenaria de la Cámara elimina esas discriminaciones habremos dado un paso en la dirección correcta.

Masacre de las bananeras

Por: Reinaldo Spitaletta

Es ya una perversa tradición en Colombia catalogar de parte del poder, a los que se atreven a soliviantarse por sus derechos, como aliados del terrorismo, o infiltrados por la subversión, tal como hace poco sucedió, por ejemplo, con los corteros de caña del Valle del Cauca, o con la minga indígena. O como pasó hace ochenta años, en Ciénaga, Magdalena, con los trabajadores de la multinacional United Fruit Company. Los huelguistas fueron declarados cuadrilla de malhechores.

Esa misma tradición indica que, desde hace décadas, en Colombia se persigue con saña a los trabajadores. Y que si están muy exigentes, entonces algún banquero pide al Gobierno que se declare la conmoción interior. Y listo. O, como sucedió en 1963, a los obreros de Cementos El Cairo, en Santa Bárbara, Antioquia, se les dispara y asesina. Y parte sin novedad. Aquí no ha pasado nada. Así como no pasa nada si se matan sindicalistas. O como viene acaeciendo en el país: se desaparecen muchachos pobres y luego el Ejército los presenta como dados de baja en combate. Sin embargo, los gobernantes pasan de agache.

Claro que lo de los disparos contra los obreros viene de más atrás. Precisamente, de los tiempos de la United Fruit, cuya historia ha sido de arrasamientos y está escrita con sangre. Las trasnacionales han atropellado al país, con la complacencia servil del Estado colombiano. Su sucesora, la Chiquita Brands, patrocinó entre 1997 y 2004 a grupos paramilitares en Urabá, a los que les pagó 1.7 millones de dólares, con la aquiescencia de sus altas jerarquías en Estados Unidos.

Y no sólo financió a esos grupos de asesinos en la zona bananera antioqueña, sino que transportó para tales bandas criminales, en 2001, tres mil fusiles AK 47 y cinco millones de proyectiles. Y que se sepa, no hay en Colombia ningún proceso contra la compañía gringa. La impunidad también cobijó, hace ochenta años, a la United Fruit en la masacre de las bananeras, en Ciénaga, ocurrida el 6 de diciembre de 1928. Y, ayer como hoy, los gobiernos antipatrióticos siguen caracterizándose por su actitud de cipayos.

Mientras el presidente de entonces, Miguel Abadía Méndez, se dedicaba a cazar patos, el ejército colombiano prestaba sus armas para defender a una empresa extranjera que explotaba a sus trabajadores. La inconformidad de éstos se fundaba en la insalubridad de las viviendas, la iniquidad de las condiciones laborales, el mal tratamiento médico en los dispensarios, el pago mediante vales que sólo servían “para comprar jamón de Virginia” en los comisariatos de la United.

Para el Gobierno colombiano, la compañía extranjera no cometía atropellos. Eran los trabajadores, “los huelguistas amotinados” los que los perpetraban, según el decreto firmado por el general Carlos Cortés Vargas, de ingrata recordación. Así que aquel seis de diciembre los nidos de ametralladoras del Ejército abrieron fuego contra los obreros, a los que el Gobierno ya calificaba de “comunistas y anarquistas”. Murieron unos tres mil. Aunque el jefe militar declaró que habían sido nueve. Más tarde, el Departamento de Estado dijo que eran cerca de mil. Los trenes llevaban los muertos al mar.

Los líderes sindicales Raúl Eduardo Mahecha y Alberto Castrillón denunciaron la matanza, al tiempo que Jorge Eliécer Gaitán, en la Cámara de Representantes, blandía su verbo contra el brutal atropello, en el cual también murieron muchos niños: “¡El Ejército colombiano tiene la rodilla hincada ante el oro yanqui y la altivez para dispararles a los hijos de Colombia!”, dijo Gaitán.

Colombia, país de masacres. La de las bananeras, borrada de la historia oficial, sigue siendo un baldón. Como tantas otras. Es tiempo de honrar a los trabajadores caídos y de recordar la epopeya de los obreros de las plantaciones de Ciénaga.