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Inveterado anti nacionalismo de la oligarquía colombiana
Caso diferendo Colombia-Nicaragua
Alberto Rojas Andrade / Sábado 8 de diciembre de 2012
 

El medio día del 19 de noviembre pasado en el Palacio de Nariño de Bogotá, sede del gobierno derechista de Colombia, la consternación era mayor luego de la lectura del fallo de la Corte Internacional de Justicia de la Haya. El país había perdido unos 70 mil kilómetros de dominio marítimo en el archipiélago de San Andrés, Providencia y Santa Catalina e islotes y cayos adyacentes, donde había ejercido algún dominio desde casi dos cientos años.

En contexto histórico es una más de las pérdidas que el gobierno de Bogotá ha registrado en su corta vida independiente, llevándole a que partiendo de lo tenido bajo su jurisdicción en la fecha de su primera Constitución (1821), se haya empequeñecido Colombia en una extensión de un poco más de la extensión del territorio que le queda actualmente.

Hace poco menos de dos siglos el nacimiento de la organización social independiente de Europa de la nación en la esquina noroccidental suramericana no podía tener mejores augurios; la extensión y variedad del territorio, los recursos a disposición, ubicación estratégica con dos océanos y Amazonía, una población triétnica generosa y el prestigio y visión del líder de la rebelión contra el imperio español, Simón Bolívar, hacían presagiar un pujante futuro. Tal era su renombre por entonces que en Colombia buscó adhesión protectora el gobierno independentista de Santo Domingo en 1821[1], mientras Perú y Bolivia reciben su independencia gracias a la ayuda de ejércitos colombianos y se convoca un Congreso Anfictiónico en Panamá de los gobiernos recién emancipados de Nuestra América para establecer una confederación (1826).

No obstante, la disolución de la Gran Colombia con la separación de Ecuador y Venezuela (1830), décadas de guerras civiles entre terratenientes y un ensimismamiento patológico (aún presenciado), desembocan en el afrentoso golpe de la separación del importante Departamento de Panamá en 1903, por directo latrocinio del gobierno del presidente de EE.UU. Teodoro Roosevelt, el cual se produce de manera ignominiosa con el punto culminante de la traición de un belitre jefe militar, y sin ningún acto de rechazo efectivo por parte del gobierno del Partido Conservador José Manuel Marroquín[2], siendo incluso aceptado con indignidad por el tratado celebrado con el gobierno de la Casa Blanca en 1911; culminado con la llamada ‘Doctrina Suarez’ y su ‘Respice polum’, es decir, ser obsecuente con lo ordenado desde el norte, Estados Unidos. Lo ostensible ha sido luego de la forzada independencia de Panamá que Colombia hasta la fecha, pasa a ser un país de tercera o cuarta fila en el ámbito internacional.

Los posteriores gobernantes del Partido Liberal no hacen cosa distinta de la aceptación de la subordinación instaurada por sus pares conservadores; estos luego de regresar al poder (1946) profundizan más aún su servilismo enviando tropas a combatir en la Guerra de Corea poniéndolas al servicio directo del Pentágono (1950). A partir de entonces se registra un lento y sin embargo constante ascenso de la toma de control de parte de todos los estamentos del gobierno gringo en territorio colombiano.

De su parte, los habitantes nativos del archipiélago de San Andrés y Providencia, afrodescendientes anglófonos (raizales), libremente se habían acogido a las autoridades de Bogotá (1822), esperando como todos los habitantes del país ser socorridos en sus necesidades. Empero, sólo hasta la década de 1950 un presidente visita las islas, es el dictador Gustavo Rojas Pinilla; en general el abandono en el cumplimiento de las funciones del estado colombiano ha sido allí como en la mayor parte de la nación, notorio y continuado. Sin ofrecer empleo a los originarios ‘raizales’ San Andrés es un destino turístico y un ‘puerto libre’ sobre poblado por continentales, no protegido en su ambiente ecológico delicado, sino entregado a contrabandistas extranjeros y al capital internacional para su explotación inclemente. En estas condiciones fue entregada la exploración petrolífera cerca a Providencia lo cual irremediablemente destruiría al arrecife coralino en una zona de reserva marina establecida por la UNESCO en el año 2000[3]; sólo debido a la decidida reacción de los isleños fue echado el proyecto destructivo atrás[4].

En lo que atañe al conflicto diplomático en sí, el tratado Esguerra-Bárcenas de 1929 suscrito entre la Colombia sumisa y una Nicaragua ocupada regulariza la situación de hecho basada en el Uti Posidetis Iuris de 1810 y la mencionada adhesión libre de los raizales al gobierno de Bogotá. Posteriormente, en Nicaragua con el triunfo sandinista sobre la dictadura somocista, la Junta de Gobierno de Reconstrucción Nacional declara la inoponibilidad de aquel tratado por la circunstancia mencionada de la ocupación, y no obstante omite la situación de dominio colombiano de hecho y de derecho anterior a la vigencia del mismo (1980). A partir de entonces era ya previsible una reclamación formal de Nicaragua ante las cortes pertinentes sobre al asunto y los gobiernos colombianos sabían desde la década de los años noventa de su inminencia. Ello ocurre en el año 2001, cuando el gobierno nicaragüense del antisandinista Arnoldo Alemán demanda la nulidad de dicho tratado; en Bogotá los correspondientes mandatarios neoliberales nula trascendencia le otorgan al asunto, dedicados a la aplicación de modelo económico neoliberal y las opresivas medidas complementarias que invariablemente le siguen.

La negligencia de la oligarquía colombiana, junto con su entreguismo superan con mucho los datos históricos de cualquier otra en América Latina, lo cual salta a primer plano con el fallo del pasado 19 de noviembre; es un hecho inocultable la absoluta inexistencia de una política exterior, a causa de la tutela de la Casa Blanca abierta y descarada. A pesar de que la Constitución le exige una orientación latinoamericanista (Preámbulo, artículos 9, 96 Ord. B, 227), el actual presidente Juan M. Santos expresa sin empacho alguno ‘Soy pro estadunidense’[5]; sus predecesores también han acreditado tal afirmación fehacientemente.

Colombia es en la actualidad una gigantesca base militar gringa donde soldados pentagonales ejercen actividades de dominio como en territorio propio mediante la aviesa complacencia de las autoridades locales[6]. En consecuencia es muy contradictoria la afirmación de Santos y demás de reivindicar histéricamente soberanía en el Departamento de San Andrés y Providencia, aludiendo a un concepto bien definido en el derecho internacional, el cual justamente no es aplicado ni siquiera en el propio territorio continental.

La más reciente decisión de Juan M. Santos de separarse del Pacto de Bogotá de 1948, sus declaraciones en el sentido de no acatar el fallo de La Corte Internacional de la Haya, y hacer velada amenaza del uso de la fuerza, son en el primer caso algo inocuo frente a los hechos puestos a resolución y fallados inapelablemente por la Corte, y en el segundo y tercer evento, simplemente una bravuconada que aísla aún más a Colombia del concierto latinoamericano y mundial, fungiendo como acciones patrioteras extemporáneas, con miras exclusivamente a su posible reelección del 2014.

En cualquier caso es inadmisible una actuación bélica por el tema planteado; se impone sensatamente ante los hechos y el derecho, establecer pactos de navegación y cooperación beneficiantes a las partes involucradas y a los habitantes del archipiélago de San Andrés y Providencia. Aunque de la inepta y pendenciera oligarquía nacional colombiana cualquier cosa es posible, si las instrucciones vienen del norte.

Con los antinacionalistas planes de los gobiernos colombianos siendo aplicados en su afán por servir al primer poder militar global, la próxima desmembración territorial no aparece como muy lejana habiendo sido ya fijada por el gran capital: en la zona Urabá por la construcción de un canal interoceánico seco[7]. La esencia de la oligarquía colombiana parece ser el ilimitado vasallaje, una irrazonable manera de legitimación ante sus gobernados; es la psicopatología poseída por un abusado crónico.